Entré en aquella oficina, cargada de ilusión. Iba sola, pensé que al ser un trámite rápido no me hacía falta compañía. Tenía el volante de mi ginecólogo, las recetas para comprar la medicación y empezar el tratamiento de fertilidad. Estábamos en 2006, ya teníamos matrimonio igualitario y por fin dos lesbianas podían imaginar tener una vida e hijos propios en común, nada podía fallar. “¿Cuánto tiempo lleva queriendo quedarse embarazada?” preguntó la inspectora médica. De ella dependía que yo pudiera continuar con el tratamiento de forma gratuita. “Hace mucho, pero estoy casada con una mujer” dije yo. La inspectora explotó en una risotada y dijo: “¡Así ni en un millón de años se queda usted embarazada! Usted no tiene derecho a este tratamiento de forma gratuita, va a tener que pagar”. En ese momento supe que este camino iba a estar lleno de piedras. Esa risa me resultó hiriente y tremendamente discriminatoria, lo supe por la frustración y la rabia que me provocó. Salí de aquel despacho dando voces, llamando impresentable a aquella inspectora que no mostró ningún respeto por mí y mis deseos de ser madre. Y con eso me quedé, no tenía ninguna estrategia para denunciar o hacer alguna reclamación, no conocía ninguna organización que me pudiese ayudar. Algo que disminuyese mi frustración. Aquello me devolvió de golpe a una realidad que siempre supe que estaba ahí y siempre había tratado de evitar. Pero no, no se puede. Así que decidí luchar contra ella.
La lucha de las familias de lesbianas, gais, bisexuales y personas trans hace de la necesidad virtud. Somos valientes porque no podemos permitirnos no serlo. Vivimos nuestra cotidianidad a fuerza de empujones, haciéndonos visibles cada día, las veinticuatro horas del día. Tenemos que justificarnos más, tenemos que ser mejores madres y padres, tenemos que ser familias estupendas. Lo somos, pero también nos equivocamos, también hacemos mal las cosas y somos imperfectas, tenemos derecho a ello, como todo el mundo.
Decir que existimos puede parecer una obviedad, pero no lo es. Solo hay que echar un vistazo a los documentos escolares o de la administración para comprobar lo invisibles que aún resultamos. Por eso nuestras reivindicaciones siguen siendo necesarias. Desde las asociaciones de familias LGTBI llevamos casi veinte años levantando nuestras voces para reivindicar nuestra existencia, con todas nuestras diversidades y nuestras diferencias. Esos veinte años de activismo no han sido en balde. Todo lo contrario. Hay señales inequívocas de que la diversidad va tomando la relevancia que merece. Lo vemos en las iniciativas institucionales de incluir en el currículum educativo la coeducación como eje transversal de nuestro sistema educativo. Lo vemos cuando las lesbianas tenemos acceso a la reproducción asistida en la sanidad pública (aunque no de forma uniforme en todo el estado). Lo vemos cuando nuestras hijas e hijos crecen integrados y con el respeto que esperábamos. Lo vemos cuando cada vez hay más literatura que nos representa y al alcance de todo el mundo. Algo del todo impensable hace veinte, diez o incluso cinco años. Nuestra voz se oye y también se escucha.
Es por eso que más que nunca debemos seguir reclamando todos aquellos derechos que nos igualen en condiciones y en nuestra diversidad.
Katy Pallàs
Presidenta Associació deFamílies LGTBI